Como escritor, Julio Verne debería haber estado cansadísimo, pues había dado varias veces la vuelta al mundo, una de ellas en 80 días. Había recorrido 60,000 millas por el fondo del mar; había hecho un viaje a la Luna y explorado el centro de la Tierra. Había conversado con caníbales en Africa y con indios en las riveras del Orinoco. Eran contados los rincones del mundo que él no hubiese visitado.

Pero Julio Verne, el hombre, era un hombre casero. Y si estaba cansado, tenia que ser de tanto escribir. Durante 40 años estuvo en su casa de Amiens, dedicado a escribir sus libros a mano, a razón de un libro cada seis meses.

Julio Verne fue el gran adivinador de las cosas que estaban por venir. En sus obras funcionó la televisión mucho antes de que se inventase la radio, e incluso la bautizó con el nombre de fonotelefoto. Dispuso de helicópteros medio siglo antes de que volasen los hermanos Wright. Fueron pocas las maravillas del siglo XX que este hombre de la época victoriana no “adivinase”: submarinos, aeroplanos, luces de neón, aceras movibles, aire acondicionado, rascacielos, proyectiles dirigidos, tanques…

Julio Verne escribió sobre las maravillas de hoy con detalles tan precisos y terminantes, que los científicos discutieron sus escritos, mientras los matemáticos pasaban semanas enteras entregados a la tarea de comprobar sus cálculos. Cuando se publicó su libro sobre el viaje a la Luna, 500 personas se ofrecieron voluntariamente para tomar parte en la expedición.

Aquellos que más tarde se inspiraron en sus escritos, lo reconocieron con satisfacción. Cuando el almirante Byrd regresó de su vuelo por el Polo Norte, expresó que Julio Verne había sido su guía. Simon Lake, el creador del submarino, escribió en su autobiografía: “Julio Verne ha sido el director general de mi vida”. Augusto Piccard, el aeronauta y explorador de las profundidades del mar; Marconi, el inventor del inalámbrico y muchísimos otros, están de acuerdo en que Julio Verne fue quien los inspiró. El famoso mariscal de Francia Lyautey manifestó que la ciencia moderna  era sencillamente la puesta en práctica de las visiones literarias de Julio Verne.

El autor vivió bastante años para ver muchas de sus fantasías convertidas en realidades. Verne lo encontraba muy natural: Lo que un hombre puede imaginar -decía- otro hombre lo puede realizar.

Cuando Verne nació cerca de Nantes en 1828, acababa de morir Napoleón, Wellington era el Primer Ministro de Inglaterra, el primer ferrocarril tenía solamente cinco años de edad y los buques de vapor que cruzaban el Atlántico llevaban velas para complementar la fuerza de sus máquinas.

Ante la insistencia de su padre que era abogado, Julio se trasladó a Paris a los 18 años de edad para estudiar derecho, pero se sintió mucho más inclinado a escribir versos y comedias. Era ingenioso, atrevido y despreocupado. Su relación con Alejandro Dumas confirmó en él su vocación por las letras. Y en colaboración con Dumas escribió, precisamente, una comedia que tuvo cierto éxito. Luego, aconsejado por su experimentado amigo, Julio decidió servirse de la geografía para hacer lo que Dumas había hecho sirviéndose de la historia.

Con ayuda de su padre se hizo agente de bolsa. Su situación económica mejoró, aunque siguió viviendo en un cuartico. A las seis de la mañana estaba sentado a la mesa de trabajo redactando artículos científicos para una revista infantil.

Su primer libro fue titulado Cinco semanas en globo. Devolvieron el manuscrito nada menos que 15 editores. En un arranque de rabia, Julio lanzó su obra al fuego de la chimenea de su casa, pero su esposa la salvó de las llamas e hizo prometer a Julio un nuevo y último intento: el decimosexto editor aceptó el manuscrito. Cinco semanas en globo constituyó un éxito de librería y fue traducido a todos los idiomas. A los 34 años de edad su autor ya era famoso. Abandonó entonces la bolsa y firmó un contrato en el que se comprometía a escribir dos novelas por año.

Su libro siguiente, Viaje al centro de la tierra, presentaba a sus personajes cuando se disponían a penetrar en el cráter de un volcán en Islandia. Después de pasar mil aventuras, acababan por salir deslizándose sobre un rió de lava en Italia. Los lectores no se cansaban de alabarla.

Cuando el matrimonio Verne tuvo el primer hijo, se trasladó de Paris a Amiens. Julio se compró el yate más grande que existía en aquella época. Construyó una casa con una torre en la cual había una habitación, copia exacta del camarote de un patrón de barco. Y en esa habitación pasó el célebre escritor los últimos 40 años de su vida.

En Veinte mil leguas de viaje submarino el escritor creó el Nautilus, submarino que no sólo tenia casco doble y funcionaba por electricidad, sino que podía hacer lo que lograron experimentalmente dos científicos británicos: producir electricidad del mar. El ideado por Verne podía hacer también lo que el submarino estadounidense Nautilus, movido por energía atómica y que puede permanecer sumergido indefinidamente.

Los últimos años del padre de la novela científica no fueron dichosos. Los círculos intelectuales se burlaban de su obra y, a despecho de ser el autor más leído de su generación, nunca lo eligieron miembro de la Academia Francesa. Se le acumularon las desventuras: se enfermó de diabetes, de la vista y del oído.

Julio Verne murió en 1905. El mundo entero asistió a sus funerales, incluso los que se había burlado de él y criticado, así como representantes especiales de reyes y presidentes.

Pero entre las miles de palabras de alabanza dichas en su honor, Julio Verne hubiese preferido seguramente esta propia definición suya: “Denme a mí este mundo con sus sueños para que yo los sueñe, y sus problemas para que yo los resuelva.”